Salió de su estupor al oír golpes en la puerta del cuarto. Señorita Rojas, soy el teniente Aranda, ábrame por favor. Instintivamente, fue abrió la puerta, recién dándose cuenta de que quizá había cometido un grave error cuando el oficial ya se encontraba dentro de la habitación. Me acabo de enterar que ha renunciado a reportar desde la Armada, y venía a preguntarle si todo está bien. Ah, sí todo bien, muchas gracias. Solo que me hai sorprendido un poco. Discretamente metió los documentos en el sobre y en su bolso. Discúlpame, que acá todo está muy desordenado. Venga,lte invito un vinito abajo, para que se le pasen los nervios. Sé que atestiguar el combate puede ser muy perturbador para una civil. Gracias, Mario. No tiene que llevar su bulto, déjelo acá. No, insisto, una señorita siempre tiene que tener ciertas cosas consigo.
Bernarda miraba nerviosamente a los alrededores mientras que el teniente Mario Aranda le contaba sus propias experiencias lidiando con la muerte, como en el maremoto de 2010, y cómo hizo para superarlo. Después de ver pasar a cuatro policías militares de la FACH, ella se levantó y pidió permiso para ir a los servicios higiénicos. Cuidadosamente salió del hotel y se metió en un taxi al cual pidió que la llevara a la plaza, a falta de un mejor destino.
Confundida, evaluó sus opciones. En caso de que la muerte de su informante no hubiera sido accidental, sino parte de una operación de encubrimiento, no podría confiar en los miembros de las FFAA, convencida de que ella podría también terminar “accidentalmente” en el fondo del mar. No podría ir con facilidad hasta Santiago tampoco, ya que desde que un grupo de peruanos locos intentó hundir el Huáscar en Talcahuano, el gobierno había autorizado que los militares inspeccionaran a los pasajeros de los buses en las estaciones o aleatoriamente a lo largo de sus rutas. Y ni hablar de ir por aire. Decidió confiar en sus conocidos dentro de la prensa, el Cuarto Poder. Instruyó al taxista a que se dirigiera al despacho del periódico “El Astro” de Iquique.
¡Bernarda, a los años! ¡Carlos, qué gusto! ¿Qué te trae por acá, no estabas con la Armada? Justo he renunciado. Su interlocutor se sentó tras su escritorio y le invitó a que se sentara. Mira Carlos, necesito un favor. Tengo que regresar a Santiago y me preguntaba si estarán mandando algún auto de prensa para allá ahora. Déjame ver acá un momento. Abrió uno de sus cajones y se puso a manipular sus contenidos, cuando timbró el celular que tenía en la mano. Cerró el cajón. Discúlpame, tengo que tomar esta llamada. Salió de la oficina.
La paranoia le ganó. Esperó a que Carlos estuviera fuera de vista, y abrió el cajón. Dentro estaba una pistola, descargada; y ningún documento relacionado al movimiento de autos. Afortunadamente, Aranda le había enseñado a cargar un arma y dispararla. Ok Bernarda, todo coordinado, solo tení que esperar acá unos cuarenta minutos y todo arreglado. ¡Hijo de puta! ¿A quién llamaste? ¿A la FACH, no? Bernarda, baja la pistola, por favor, acá todos somos amigos... ¡Sal de mi camino, maldito, o te mato!
Se abrió camino hasta la calle. Desde la ventana, oía los gritos de Carlos. ¡Eres una mala chilena, traidora!
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La mayor sofisticación táctica les había costado caro. El extendido uso de fuego de supresión y equipos de tiro en lugar del ataque estilo montonero había significado un gasto de munición muy superior al que había proyectado. Se maldijo a sí mismo por no haber exigido una cantidad mayor al Ejército, aunque era cierto que fueron extremadamente reacios a darle siquiera la cantidad que recibió. El ataque del helicóptero colmó el vaso. Tuvo que atestiguar con impotencia cómo sus huestes empezaron a desbandarse.
Mas siempre hay esperanza a futuro. ¡Malqui! ¿Qué fuerzas quedan para pelear? No mucho, papá. La columna de Uchullucllu nomás. Pónmelos en línea acá, van a cubrir al resto. Sí, don Pedro. Sabía que la derrota se había pronunciado, pero iba a salvar a cuanto rondero pudiera. Siempre podrían reorganizarse después. Tomó la SIG-Sauer SSG 3000, el rifle de francotirador que había capturado en alguna emboscada anterior, y tomó posición en la línea. Apuntó, y mató a un comando chileno. Antes de poder soltar otro disparo fue sacudido por alguien. ¿Qué carajo estás haciendo acá, Páucar? ¡Dispara Filomeno, que se están acercando! Puta madre, Páucar, te tenemos que sacar de acá, no te podemos perder. ¡Vamos! ¡No, carajo! Hemos perdido por mi culpa. ¿Acaso soy ministro para hacerme el loco? ¡Asumo la responsabilidad! ¡Estás loco, puta madre!
Filomeno Poma no pensaba perderse en el desastre. Rápidamente cargó con las espoletas y celulares que necesitaría para proseguir las operaciones después, siempre bajo la mirada de desaprobación de sus compañeros. Senderista, siempre cobarde. Se sumó a la estampida.
La línea de Uchullucllu hizo lo posible por contener el avance chileno, pero bajos de munición y cortos de hombres, no lograron más que retrasarlos. Pero cada minuto de demora significaba que más ciudadanos lograban abandonar el campo de batalla para luchar otro día. Pudo ver cómo cayeron prisioneros y fueron rematados. Distinguió al comandante ejecutar al cabo Malqui y acercarse donde Páucar y propinarle una golpiza.
Hacía tiempo se había dado cuenta de que Sendero había perdido el rumbo y aprovechó la ley de arrepentimiento para desligarse. Pero la recepción en Uchullucllu después del conflicto armado interno había sido muy fría. Debía expiar sus culpas por medio del trabajo, pero aun veinte años después, personas como Pedro Páucar se rehusaban a saludarlo. Los errores de la juventud seguían pesando sobre sus hombros. Un marginal entre marginales. No le fue fácil, pero dio la señal.
Filomeno y cinco hombres más salieron de sus escondrijos y corrieron a toda prisa hacia donde estaba Pedro Páucar. ¡Por Uchullucllu! Empezó un feroz tiroteo. Las esquirlas de una granada lanzada por él hirieron al comandante enemigo, quien –aun estando contuso– no dejó de vociferar órdenes. Fueron cayendo los ronderos, no sin antes infligir bajas en los sorprendidos chilenos. Filomeno llegó a coger a Pedro y lo arrastró algunos metros antes de que una granada que explotó en las proximidades le hiciera perder el conocimiento.
Cuando despertó, estaba volando dentro de un helicóptero, rodeado por otros prisioneros y vigilados de cerca por soldados chilenos. Vio al sol ponerse por la ventana izquierda y dedujo rápidamente que en lugar de estarse dirigiendo a Chile, iban en camino hacia el norte.